El que esté libre de culpa...

En las Cortes de la República, a raíz del asesinato de Calvo Sotelo, el jefe de la derecha, Gil Robles, dijo, refiriéndose al Gobierno del señor Casares Quiroga: “Al cabo de hallarse cuatro meses en vigor el estado de alarma, con toda clase de recorte del Gobierno en sus manos para imponer la autoridad, ¿cuál ha sido la eficacia del estado de alarma?¿No es ésta la confesión más paladina y más clara de que el Gobierno ha fracasado total y absolutamente en la aplicación de los resortes extraordinarios de Gobierno, que no han podido cumplir la palabra de dio solemnemente ante las Cortes de que el instrumento excepcional que la Constitución le da y el Parlamento pone en sus manos, había de servir para acabar con el estado de anarquía y subversión en que vive España? Ni el derecho de la vida, ni la libertad de asociación, ni la inviolabilidad del domicilio, han tenido la menor garantía con esta ley excepcional en manos del Gobierno, que por el contrario, se ha convertido en elemento de persecución contra todos aquellos que no tienen las mismas ideas políticas que los elementos componentes del frente Popular”.


Se puede decir, que estas palabras, dichas en turbulento trance emocional, reflejan solamente la opinión partidista de un sector de la política española. Pero sobre el mismo periodo de tiempo y sobre el mismo Gobierno se ha escrito, también otras cosas: “Ya no hubo lugar al Gobierno estable, de autoridad, ni al ensayo de las formulas aconsejadas por el deseo del País. En el breve espacio de dos meses se consumieron y agotaron todas las reservas del Estado; la anarquía se enseñoreo de las calles; los partidos desbordaron sus apetitos, y la sociedad miró con espanto el abismo a donde la llevaban”.


No, no están contenidas esas frases, en ningún bando militar declarando el estado de guerra, ni tienen por objeto justificar el Movimiento del 18 de julio de 1936. Antes dl contrario, reflejan la visión serena, y tristemente decepcionada, de Don Diego Martínez Barrio, autentica representación de la izquierda republicana, único español que a lo largo de su vida ocupó las dos más altas Magistraturas de la Nación: la Presidencia de las Cortes y la Jefatura del Estado. Además de haber sido, en varias ocasiones Presidente del Gobierno. Y el mismo Martínez Barrio ha dicho: “una autoridad vacilante, facilitó siempre el desarrollo de las iniciativas sediciosas, porque desvanecido el poder legítimo, la arbitrariedad y el despotismo cubren el puesto”.
Las dos Españas que desde hace tiempo venían enfrentándose, con escaramuzas más o menos sangrientas, ahora se aprestaban al combate definitivo. Y desde ambos lados se anunciaba la tragedia.
La voz clarividente de Indalecio Prieto decía: “la convulsión de una revolución, con un resultado u otro, la puede soportar un país; lo que no puede soportar un país es la sangría constante del desorden público sin finalidad revolucionaria inmediata”.
Las espadas estaban en alto y, desde el otro lado, la voz de Francisco Franco se dirigía al Presidente del Gobierno en una carta de enigmática intención, pero que con claridad advertía, refiriéndose al malestar en las filas del ejército: “no le oculto a V.E. el peligro que encierra el estado de conciencia colectiva, en los momentos presentes en que se unen las inquietudes profesionales con aquellas de todo español, ante los problemas de la Patria”.
Solo una mente de reacción retardada como la del destinatario de la carta, podía no comprender el terrible mensaje de la misma. Así, el choque era inevitable.

Y nadie podía decir que era ajeno a él y libre de culpa. La lucha, larvada durante años, después de la comprensión de la dictadura, tuvo su expansión en la República. Y nadie hizo nada por evitar la de los dos seguros contendientes, uno de ellos se alza en armas en octubre del 34 contra una legalidad, que cuestionaba por impopular, y el otro desde el 34 al 36 se daba a desmontar los tímidos avances sociales conseguidos por los primeros años de la República. Cuando un ministro, Jiménez Fernández, pretendía unas mejoras agrarias inspiradas en los principios católicos, recibió su contestación en la voz de un diputado derechista en aquellas Cortes: “Si es así nos haremos protestantes” Por eso pudo decir el moderado Madariaga que las actitudes de las derechas durante su mandato “fueron las simientes mas fértiles de la Guerra Civil”.
Y si los españoles provocamos la Guerra Civil, los extranjeros la mantuvieron y la dilataron a su conveniencia, sin el menor remedio a nuestro sufrimiento.

Las naciones amigas, de uno y otro lado, mandaban unas ayudas de sostenimiento, pero no de resolución. Y las dos grandes potencias, Alemania y la Unión Soviética, que comandaban a cada uno de los contendientes, ensayaban en nuestro suelo tácticas y estrategias, probaban materiales y adiestraban hombres, en unas maniobras subvencionadas con nuestro oro y nuestras materias primas, necesarias para sus planes futuros. Y mientras, se aliaban secretamente y, cuando les convino, se arreglaron para que cesara nuestra lucha, dejando a uno de sus patrocinadores a merced de la venganza del adversario, sin intentar para nada, templar la dureza de las represalias.



Alberto Isla, el sacerdote liberal, uno de los padres de la Constitución de Cádiz, dedicó un soneto a Jesús Crucificado: “el martirio de éste como el del pueblo español fue obra de la maldad de unos y la estupidez de otros”.
Por eso parafraseando aquel soneto, puede también decirse de nuestro doliente país: ¡Gemid humanos, todos en él pusisteis vuestras manos!

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